15 de marzo de 2010

¿Y qué pasaría si en algún momento descubriéramos el botón para darle reset a la sociedad colombiana?

Ensayo beligerante de poca monta.

Autor: Santiago Piñerúa Naranjo

Aunque es una pregunta utópica y apocalíptica, no constituye una locura si se observa más allá de la aparente banalidad que propone, y que sólo responde a la constante perplejidad que causa el mundo en el autor.

“Los seres humanos somos seres de costumbres” he escuchado muchas veces, pero realmente considero que hemos sido educados dentro del marco que ofrece dicha frase reafirmándola hasta hacerla creíble generación tras generación, pero no necesariamente cierta. Nos definimos por lo que lo que somos, pero somos reflejo de lo que otros son y han hecho que seamos. Identificamos con facilidad y aceptamos nuestras similitudes, pero chocamos casi inmediatamente con lo que consideramos diferente impidiéndonos dialogar con ellas y entendiéndolas como “naturales” al ser humano.

Nuestra “manera” es “la manera”, hasta que descubrimos que no sólo existen otros modos que se validan dentro de contextos que no conocemos muchas veces por temor a resultar cuestionados o en el peor de los casos contagiados. ¿Cómo podemos determinar qué clase de personas somos sin entender que no siempre fuimos así y que hemos sido, no siempre de manera consciente y permitida, moldeados por el entorno? Somos eclécticos por naturaleza, asumiendo que hay algo verdaderamente natural en nosotros y en nuestra condición de productos histórico-sociales. Como bien lo menciona Ingrid Bolívar: “ciertas relaciones políticas son naturalizadas a través de su conversión en rasgos culturales”, pero aunque el concepto relaciones políticas nos suene a ejercicio democrático de votación cada tres o cuatro años a muchos, dichas relaciones se dan en muchos espacios como la familia y la escuela que responden a sistemas “taxonomicistas” que concuerdan con los mismo principios de ordenamiento social.

No somos colombianos simplemente por nacer en Colombia (y lo digo con conocimiento de causa, con el pasaporte colombiano en una mano y la cédula venezolana en otra), y se demuestra cuando cruzamos las fronteras de nuestras regiones nacionales y nos sentimos ajenos a “nuestra cultura colombiana” polisémica y multicultural. Vivimos observando a Colombia desde latitudes europeas y estadounidenses, afirmándonos atrasados y tercer mundistas y desconociendo la validez y riqueza de nuestro pueblo en sus expresiones profundamente colombianas.

Pero existe una paradoja que encierra esa colombianidad y todo lo que se etiqueta como identidad. Para Bolívar, citando a Bordieu:

“el “reconocimiento” de una identidad es el “reconocimiento” de un destino social y […] “todos los destinos sociales, positivos o negativos, consagración o estigma, son finalmente fatales- quiero decir mortales- porque encierran a aquellos que distinguen de los límites que les son asignados “

Es precisamente la imposibilidad de un pueblo para reconocerse en toda la dimensión de sus expresiones lo que hace que se relativice su homogeneidad como nación. No somos seres homogéneos en sociedades homogéneas y en un continente homogéneo, entonces ¿por qué seguimos buscando el reconocimiento de una identidad cuando somos una mixtura de culturas? Tal vez en nuestra eterna comparación con los modelos europeos aún presentes en nuestra sociedad y la cultura norteamericana, hemos olvidado nuestra condición mestiza y hemos permitido que se hundan nuestros campos en la sangre que construye las metrópolis.

Bolívar menciona a Norbert Elias y a su enfática posición sobre lo individual de la identidad y la relación histórica entre la preeminencia de la identidad en diferentes sujetos antes de llegar al yo. Y afirma luego:

“es por esto que la identidad como pregunta y no como hecho dado de pertinencia o vinculación a un nosotros, sólo puede emerger en las condiciones en que miembros de un grupo cada vez mayor de seres humanos está en una capacidad relativa de separarse de sus grupos de origen y/o de asegurarse, por vías alternas, la protecciones física, la supervivencia y el respeto de los otros”

Es aquí donde es prioritario reconocer que dentro del concepto de identidad existe un yo y un nosotros. Que la sociedad a la que pertenecemos es transformable desde nuestra singularidad y nuestra acción. Que aunque la subversión armada no es el camino, la intelectual sí.

La educación, que pertenece al entramado político que homogeneíza a los ciudadanos junto con la familia en una primera etapa, permite también de manera paradójica que se creen espacios de expresión para aquellos que distinguen de los límites que les son asignados. El arte que responde a una realidad propia alimentada de otras realidades, que concierta al individuo con su entorno y enaltece a ambos, proporciona otro espacio para la expresión y la construcción del sujeto.

La educación artística entonces podría concebirse como un lugar común y neutral donde construir el yo y el nosotros del que hablaba Elias, pero irónicamente no es la premisa más sobresaliente de la educación artística en nuestra sociedad. La tradición centroeuropea dominante y ajena a nuestra época sobresale como gárgola de manera burlesca en la edificación del arte colombiano. ¿Somos conscientes de ello? ¿Hacemos algo al respecto aparte de observar de manera lacónica y bucólica las expresiones de los pueblos que de manera despectiva llamamos pueblos? Considero necesario que como artistas y educadores seamos reflexivos en exceso y contestatarios con vehemencia para que eduquemos con sentidos, más allá de la vista y el oído. Creo firmemente que el conocimiento del arte colombiano no se encuentra en sus conservatorios, sus escuelas de teatro y danza o sus talleres de pintura, allí sólo yacen desde hace años pesados eslabones de las cadenas que aún nos unen con nuestra madre España y a través de ella con Europa. No propongo anarquía cultural (aunque a veces lo desee) ni prender fuego a las bibliotecas, pero si proclamo rebeldía consciente y tolerante ante el sistema. Ante todo el sistema.

La posibilidad de formación del criterio y el gusto que ofrece la educación artística no es similar a la que pueda darse en otra disciplina, porque la singularidad presente en las expresiones simbólicas da cuenta de manera directa de la creación del individuo y de la participación de la sociedad, es por esto que mantener una unión forzosa con la tradición traída por los españoles y demás conquistadores que ha tenido este país y que algunos han adoptado y reconocido como propia, es inconcebible para un hombre latinoamericano, colombiano y que pertenezca al siglo XXI.

Debemos educar en artes con presencia y pensamiento políticos, respondiendo a nuestra condición ciudadana y nuestra obligación moral. Somos actores políticos, creadores y reformadores de pensamiento, insurgentes ideológicos, formadores de sentidos, bufones del sistema, constructores de críticas y educadores de ciudadanos. Si nos reconocemos como tales, nuestro arte no sonará sólo en las tarimas y las aulas, resonará en las mentes y repercutirá en nuestras sociedades, en plural. En Colombia, en plural.

Es imposible reiniciar el mundo a la manera de la trilogía de los hermanos Wachoski, pero si podemos eliminar los excesos de verdades absolutas en nuestras mentes y en las de quienes educamos en artes. Podemos enseñar a sentir con sentido. Propio y colectivo. Como colombianos y como Colombia. No más imitaciones mal hechas de lo que hemos estado haciendo desde hace siglos y que no nos pertenece salvo por el espacio que posee en nuestra memoria por la fuerza de la repetición. Para mí ese sería el reset que necesita la educación artística colombiana. Un reset mental que cuestione al individuo y a su entorno. Que redefina lo que significa estar en este país, en este momento histórico.


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